La manda

 

 

 

La fiebre empezó a bajar, la carita tomó un aire de paz y poco a poco, plácidamente se quedó dormido. Manolita no paraba de rezar. Había pasado de las súplicas a las promesas y ahora a la acción de gracias. – Dios mío, Santísimo Padre, me has tocado con misericordia. Es un milagro, pero eso sí, nomás y que se acabe de curar el niño y luego luego te cumplo tu manda.

Nomás fue que le rezara al Santo Señor de Chalma y ya se vio el milagro, ¿cómo querían que con la pura medicina se aliviara?  Así mejor se aseguraba por los dos lados. Irían a la peregrinación.

– ¿A Chalma? ¿A pié? ¿Estás loca?

– Cómo serás mal agradecido. Eso sí, el Señor te salva a tu hijo y tú mira cómo le pagas.

– Yo no le debo nada, yo no prometí nada. Ve tú, ni quien te detenga.

– No querrás irte al infierno ¿verdad? Yo le prometí al Señor que iríamos y si  algo vale la vida de tu hijo, vas a cumplir la promesa. Con  Dios no se juega. Faltaba más.

 

La mañana que salieron, Manolita no cabía en sí de orgullo. Su marido la llevaría a Chalma como ella prometió. Bien verde que se quedó la comadre Juana, a quien su marido ni siquiera la dejó ir. ¡Viejo descreído! De todas formas en la peregrinación se acompañaría de su prima Conchita y de su rosario. En cuanto a Pedro su marido; en el camino ya se le pasaría la muina.

El entusiasmo de la primera jornada los llevó a la cabeza de los peregrinos, y Manolita no hubiera querido parar tan pronto, pero ya estaba oscuro y la verdad los zapatos no resultaron tan cómodos como ella habría esperado. Seguro era porque se le hincharon un poco los pies, pero al día siguiente, ya amoldados los zapatos y ella bien descansada podría caminar mucho más.

Nunca le había parecido tan larga una noche. Quien fuera a pensar que, en pleno verano, hiciera frío en el monte. Casi no pudo conciliar el sueño y  no fue culpa del esliping que le prestaron, pues la verdad sí calentaba un poco, pero el frío estaba canijo y el suelo  rete duro. Cuando Pedro la despertó ya casi todos estaban desayunando y  algunos, los veteranos, habían salido antes que el sol.

Pero al mal tiempo buena cara. Desayunó al paso. Lo bueno es que la orilla de la carretera más parecía fonda. Vendían de todo: Atole, gorditas, tamales, fruta, agua fresca y hasta pollos rostizados y jumiles. Le entró parejo. La caminada le había despertado el hambre y no cabía duda que, ya acostumbrada, el ejercicio le iba a caer bien. Y todo hubiera salido como lo pensó, pero al caer la tarde el estómago comenzó a dar señales alarmantes.

Seguro y fue la lechuga de los sopes, a ver si no es infección intestinal.  Pero ya ves – dijo Conchita – yo también comí sopes y no tengo nada, a lo mejor fue el agua fresca. Lo que fuera que la dañó, el caso es que al día siguiente no pudo caminar ni un tramo. La pobre Manolita no pegó el ojo en toda la noche y se la pasó corre que te corre a los matorrales. Llegó a pensar que era culpa de la comadre Juana, que de pura envidia le hizo mal de ojo.

Gracias a Dios que al otro día se pudieron agregar a otro grupo que pasaba y si bien apoyada en el brazo de su marido no dejaba de pensar con tristeza que ya había perdido un día de camino. Uno propone y el diablo lo descompone. Esa jornada fue menos afortunada, pues Manolita se sentía débil y deprimida. No se oyeron sus rezos y de los cantos ni hablar. Caminó callada como nunca en su vida lo había hecho.

No supo si fue el cansancio o la deshidratación pero todo pareció mejorar esa noche; durmió como una bendita al grado que Conchita le dijo que hasta había roncado como un aserradero, sin contar con los ruidos del estómago que aún no curaba del todo. – Ojalá no hubiera hecho ese comentario. Dolida Manolita por la falta de comprensión, se hicieron de palabras y ese mismo día su prima se unió a otro grupo de peregrinos y nunca más se volvieron a hablar.

Lo más triste estaba por venir cuando comenzó a llover. Los zapatos mojados se volvieron tal tormento que fue preferible continuar descalza. Protegida por dos pares de gruesas calcetas Manolita perdió la cuenta del tiempo que caminó hasta que felizmente una tarde  alcanzó a ver El Árbol. La meta estaba tan cerca y sin embargo no pudo continuar. El llanto la conmovió a tal punto que cayó de rodillas y dio gracias a toda la corte celestial por haberle concedido la fuerza para cumplir su promesa. Esa noche durmió llena de alegría y con la certeza de que al día siguiente bailaría a la sombra del Árbol para cumplir su palabra.

Compró flores para hacer su corona y hasta tejió una para Pedro, pero no hubo forma de que él se la pusiera ni que la secundara en el baile. Pero eso sí, colgó su corona junto a la de ella más alto que ninguna otra y ya casi al medio día Manolita, agotada pero triunfante, caminó el corto trecho que la separaba de la iglesia y casi sin aliento entró de rodillas al templo.

Manolita no cabía en sí de gusto al ver que a Pedro ya se le había pasado el coraje y ahora estaba ahí, arrodillado a su lado, con los ojos cerrados y rezando con una devoción que ella nunca se imaginó. Salieron de la mano y cumplida la promesa le pidió a Pedro que la ayudara un poco más, sólo lo necesario para llegar al autobús que los llevaría de regreso.

Las palabras de Pedro le llegaron lejanas, suaves, como si fueran pronunciadas en un túnel: — Imposible Manolita, ahora mismo yo le prometí al Santo Señor que nos regresaremos a pié. Con Dios no se juega. Faltaba más.

 

San Luis Potosí, SLP marzo.                                         Publicado en . Colectivo, UASLP, 2004

 

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