PIROPOS

 

Griselda Gómez P.

¡Güera, güera! …Si me muero, ¿Quién te encuera?

Debe haber alguna razón: la cal que les penetra los pulmones, arena en los zapatos, el sol que derrite las suelas y les deja la piel más curtida que una zalea, los ladrillos que de uno en uno hasta llegar a mil, diez mil, un millón, se trasforman en monotonía de hoy y mañana, después y siempre igual. Escombros, cascajo.

Taladro eléctrico que parece demoler juntos el concreto y los sesos. Seudo piropos que caen como marros en las orejas.

¡Mamacita! ¡Qué bonitas nalgas!

Tener que rodear toda la manzana, cambiarse de banqueta o simplemente intentar no pasar por ninguna construcción; sea casa habitación, camino, nuevo pavimento, edificio. Esquivar cualquier cosa que necesite pico y pala. Lugar donde la realidad cae a plomo sobre las aceras, al mismo tiempo que desde los andamios caen como adoquines insultos disfrazados de piropos y a veces, tal vez por error, algunos casi genuinos.

¡Voltéate chiquitita que aquí está tu Goloso de Rorras!

El tiempo no alcanza para describir lo que un albañil puede dejar caer. Martillazos que pegan y aturden. Palabras-ruido que te persiguen por las calles y por los años, que te atan las frases a la boca sin encontrar forma de regresar el golpe.

Odio callado. Viejos jijos… ¡Ojalá que se mueran!

Al paso del tiempo efectivamente parece que se han muerto; no están. Se fueron o se perdieron. Cambiaron a otras partes donde no se los ve, ni se oyen. No hay cantos, ni silbidos, chisteos, piropos ni rechiflas.

Silencio

Silencio al caminar las calles donde los edificios se levantan, trasforman y derriban con la ausencia de albañiles y sus bocas. Sombras y manos que se agrietan, espaldas que se doblan, pies que arrastran piezas prefabricadas y silencio. Hubo de pasar más de medio siglo y al fin no están los albañiles, desparecieron. Los piropos fueron remplazados por… ¿ausencia?

¿Indiferencia?

¿Es acaso que a diez lustros de la secundaria ahora, además de contribuir al urbanismo, los albañiles contribuyen a la urbanidad? ¡Qué cambio!

¿Qué cambió?

¿Es que no soy la misma? Tal vez sea porque ahora las construcciones quedan a la distancia del automóvil: ventanillas cerradas, clima artificial constante, paisaje cambiante a 80 kilómetros, Chopin en CD, fuga con Bach, Beethoven y…La Patética.

Los piropos no existen.

Las voces enmudecieron como el espejo cuando percibe un acordeón de penas pintado en el rostro por el sol y el llanto; un cuerpo invisible a fuerza de realidad que al pasar deja caer una doblegada sombra sobre la banqueta al mismo tiempo que, desde los andamios, caen los silencios como adoquines de indiferencia.

Palabras-silencio que te persiguen como insultos de olvido por las calles y los años. Los piropos no dichos, las frases no oídas que se resbalan de los ojos sin encontrar la forma de regresar el golpe. Viejos jijos. Odio líquido que desea que se mueran.

A la una de la tarde el sol y los albañiles salen a comer a la orilla de la banqueta. Sus rostros, con pestañas de blanca cal, miran otras calles y otros cuerpos. Lejanos y ajenos.

Observo cómo un albañil se despoja respetuoso de su cuartelera de periódico al paso de esta carroza fúnebre donde me acomodé para dormir un rato y hasta donde –en entresueños- escuché el último piropo:

¡Qué Dios le tenga en su Gloria!

Tener que morirse para poder pasar sin penas por una construcción. ¡Valgan pues los malos deseos del primer piropo y las buenas intenciones del último!

Estamos en paz.

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